Comprendiendo que no conseguiría la Sabiduría si Dios no me la daba
—y ya era un signo de sensatez saber de quién procedía tal don—,
acudí al Señor y le supliqué, diciéndole de todo corazón:
Dios de mis antepasados, Señor de misericordia,
que hiciste todas las cosas con tu palabra,
y con tu sabiduría formaste al hombre
para que dominase sobre tus criaturas,
gobernase el mundo con santidad y justicia
y juzgase con rectitud de espíritu;
dame la Sabiduría entronizada junto a ti,
y no me excluyas de entre tus hijos.
Porque soy siervo tuyo, hijo de tu esclava,
un hombre débil y de vida efímera,
incapaz de comprender el derecho y las leyes.
Pues, aunque uno sea perfecto entre los hombres,
si le falta la sabiduría que viene de ti, será tenido en nada.
Contigo está la Sabiduría que conoce tus obras,
que estaba a tu lado cuando hacías el mundo,
que conoce lo que te agrada
y lo que es conforme a tus mandamientos.
Envíala desde el santo cielo,
mándala desde tu trono glorioso,
para que me acompañe en mis tareas
y pueda yo conocer lo que te agrada.
Ella, que todo lo sabe y comprende,
me guiará prudentemente en mis empresas
y me protegerá con su gloria.
Así mis obras serán aceptadas.
Pues, ¿qué hombre puede conocer la voluntad de Dios?
¿Quién puede considerar lo que el Señor quiere?
Los pensamientos humanos son mezquinos
y nuestros proyectos, caducos;
pues el cuerpo mortal oprime el alma
y la tienda terrenal abruma la mente reflexiva.
Si a duras penas vislumbramos lo que hay en la tierra
y con dificultad encontramos lo que tenemos a mano,
¿quién puede rastrear lo que está en los cielos?
¿Quién puede conocer tu voluntad, si tú no le das la sabiduría
y le envias tu espíritu santo desde el cielo?
Así se enderezaron los caminos de los habitantes de la tierra;
los hombres aprendieron lo que te agrada
y se salvaron gracias a la sabiduría.
¡Amén!