Testimonio de Pentecostés

TESTIMONIO #048

Comienzo dando gloria a Dios. ¡A su Espíritu Santo! ¡Gloria a Dios! Por su amor y misericordia infinita.

Contaré mi experiencia en Pentecostés, pero antes quiero contar parte de la experiencia que he venido viviendo unos meses previos a ese día. Sin esto no tendría sentido mi vivencia en Pentecostés.

Por mucho tiempo he vivido con dudas y miedos; miedos que estancaban mi vida personal y espiritual.

Creía que el Señor podía actuar y hacer cosas en los demás menos en mí, pensaba que el Señor pasaría de largo y tenía miedo de sentirme defraudada. No daba apertura a su acción.

En noviembre del año pasado, en mi cumpleaños pedí al padre que hiciera una oración de bendición por mí, el Señor puso ese deseo en mi corazón, no lo dudo. Era la primera vez que lo anhelaba, sin dudas ni prejuicios.

Ese día tuve un pequeño descanso, me di cuenta en ese momento que hacía tiempo que ya no confiaba en el Señor, el dejarme ir fue como un desprenderme de mí misma, de mis propias fuerzas y seguridades. Sentí que volvía a los brazos del Señor… Era como un volverme al Padre.

Después de eso, cuando iba a la Santa Eucaristía era como si el Señor me hablara y me animara a través de las homilías del padre Salva… me llegaban al corazón.

Desde aquel momento también comencé a vivir las Adoraciones de una manera diferente, el Señor iba abriendo mi corazón, y yo le pedía que aumentara mi fe, pues habían momentos que me venía abajo, era como un volver a mi sequedad espiritual, a mis miedos y frustraciones.

En más de una ocasión hablé con el padre Salva, y cuando hablaba con él, al transcurrir los días, era como si el Señor me daba respuestas y me habría camino… me daba luz para entender ciertas situaciones de mi vida… y comencé a desear más y más un encuentro con el Señor.

Todo me invitaba a ello; el padre, la gente con la que comparto en la Parroquia. Yo veía en ellos la acción del Espíritu Santo, veía tanta alegría en sus rostros… y además una gran devoción por la Virgen María. Veía una convicción en su fe… y yo comencé a desearlo, a pedirlo sobre todo, pues mi fe ha sido muy inestable, sobre todo la he vivido a la sombra de los demás y siempre a medias. Sentirme en un constante «volver a lo mismo» me mortificaba.

En enero comencé a acercarme a la Virgen, a rezar a diario el Santo Rosario, a pedirle su intercesión; estaba pasando por unos días muy oscuros en mi vida personal y espiritual, me sentía en un abismo, me resultaba imposible salir de esa situación. Era como si la vida se me consumiese. Pero el Señor puso en mí la voluntad de pedir intercesión y ayuda a Nuestra Madre del Cielo.

Comencé a experimentar un cambio en mi vida, calma en mis pensamientos. Los miedos que tanto me dominaban y agobiaban se iban poco a poco, enseguida lo noté (pues aquello se había convertido en mi pan de cada día). Desde ese momento experimenté más cercanía al Señor… veía su mano en mi vida. Yo no paraba de decirle a mi familia: «El Señor me ha escuchado… El Señor me ha escuchado.» Ellos notaron en mí un cambio.

Al final veía que el Señor me daba más de lo que le pedía, pues me iba dando otras gracias. El Señor me concedió más amor y cercanía a Nuestra Madre del Cielo y más confianza en Él.

Experimentaba tanta alegría… lo que yo veía imposible el Señor lo había hecho realidad. Fue para mí un milagro patente.

Cuando ya nos íbamos acercando a Pentecostés, sentía como cosquillas en el pecho, yo ya no pensaba ni sentía como antes (pues en el Pentecostés pasado me dominaron la duda y el miedo), esta vez fue diferente… sabía que ese día iba sentir la presencia del Espíritu Santo, y yo quería vivirlo como nunca, mi corazón y me mente se abrieron a Él.

En esos días me preparé con la novena al Espíritu Santo. Pero antes de eso venía pidiéndole al Señor que yo quería sentirme amada por Él, quería experimentar su amor.

En las homilías el padre Salva lo decía mucho, e insistía con eso, y yo me decía: «Yo no vivo el amor de Dios así, sé que me ama, me lo dicen… pero no lo vivo.» Y eso me hacía sentir incompleta, pues yo conocía mi realidad, y esa realidad me hacía ver que lo necesitaba, pero que no lo vivía.

Llegó Pentecostés, y yo sentía mucha alegría.

Le dije al Señor: «Lo que tú quieras… solo déjame sentir tu Espíritu.» Mi corazón lo anhelaba, yo sabía que Él iba pasar, y que me iba a tocar, tenía esa certeza.

Desde el primer instante experimenté alegría. Aunque ya había estado en un Pentecostés antes, para mí aquello era nuevo, pues no iba pensando en si iba a suceder «esto» o lo «otro», quería dejarme sorprender por el Señor. Ese día tuve la oportunidad de confesarme y me dije: «Hoy sí puedo decir que estoy preparada.»

En el momento de la alabanza me invadió un gozo como nunca, saltaba, alzaba los brazos, abría mi boca hasta donde más no se puede, era un gozo que no podía albergar… y aún así sentía que me quedaba corta. Mi corazón sentía gratitud hacia el Señor por las maravillas que venía obrando en mi vida.

Terminó la alabanza y me sorprendí. Nunca había vivido algo así, tanta alegría, tanta libertad. Después del descanso, nos volvimos al templo y sabía que venía aquel momento tan esperado…

El padre Salva nos sugirió cambiarnos de sitio. A mi lado no tenía a ningún conocido o familiar, pero algo me llamaba a cambiarme de sitio, a pasarme a la siguiente banca, y como aquello me insistía, lo hice… me quedé tranquila.

Comenzaron a orar, a invocar al Espíritu Santo. Sentía el cuerpo como «blando» y un hormigueo tenue. Pedía al Espíritu Santo con mis palabras… En ese momento, el padre Jorge se acercó a mí (mi corazón comenzó a palpitar como cuando sabes que vas a vivir algo nuevo), pronunció unas palabras que jamás olvidaré: «El Señor te ha liberado», dijo el padre, y yo repetí al instante: «Sí, el Señor me ha liberado» (algo en mí me llamaba a afirmar y dar crédito a esas palabras, sé que era el Espíritu Santo actuando en mí).

«El Señor te ama», dijo después. En ese instante algo se removió en mí, en todo mi ser… vino a mi mente lo que el Señor venía haciendo en mi vida, me sentía tan pequeñita en medio de tanta grandeza y misericordia, sentía deseos de llorar, pero enseguida mis labios se abrieron y dije: «¡Sí! El Señor me ama.» En ese momento sentí que mi garganta se expandía y comencé a gritar diciendo: «¡El Señor me ama! ¡El Señor me ama!» No podía callarlo… ni pensé en callar.

No sé cuántas veces lo dije, pero sentía que algo en mí se saciaba, como cuando tienes mucha sed y tomas agua… Sentí esa misma sensación del primer sorbo en la garganta.

Enseguida sentí mis manos como dos grandes bloques, a la vez como adormecidas, no podía moverlas… y seguía diciendo: «El Señor me ama», pero en voz baja.

En ese momento se acercaron hermanos de la Comunidad y escuché al padre Salvador decir: «Paz… di Jesús, di Jesús.» Luego una chica de la Comunidad me dijo: «Descansa en el Señor.»

Me quedé tumbada en la banca y una tranquilidad invadió mi ser. Después de varios minutos me incorporé y vi al Señor, a Jesús Sacramentado, ahí, enfrente… en el altar. Mis ojos se fijaron en Él… sentía paz y calma, todo mi ser experimentaba quietud.

Cuando todo terminó, yo no quería irme, ninguno de los que estábamos ahí lo queríamos. Yo deseaba que ese momento se extendiera más.

Al llegar a casa me volvió el gozo, algo dentro de mí me pedía alabar, mi corazón sentía gratitud por la experiencia que había vivido; entonces comencé a alabar, a cantar… levantando mis manos. Experimenté de nuevo aquel gozo.

En ese momento comprendí que el Señor me había concedido aquello que le había pedido; sentir su amor, vivir una experiencia de su amor a través de su ¡Espíritu Santo! y a la vez me confirmaba que me había liberado de mí misma; de mis miedos y pensamientos negativos. Así lo creo, así lo vivo.

¡Soy una mujer bendecida!

No dejo de decir que el Señor siempre da más de lo que le pedimos. Me ha concedido más amor a la Eucaristía, y plena certeza de que está ahí presente; ¡es un regalo maravilloso!

Pentecostés ha venido a reafirmar mi fe, a darme esa convicción que tanto deseaba vivir. A sido un acontecimiento muy importante, le ha dado otro sentido a mi vida espiritual y personal.

Gracias le doy al Señor porque he palpado su misericordia y amor en mi vida. Gracias le doy por formar parte de la Parroquia de San Ramón, por tener como párroco al padre Salva (es una bendición), por toda la Comunidad que forman, por el padre Jorge, a través de él también he sentido la acción del Espíritu Santo.

Son un vivo instrumento del cual el Señor se vale para actuar en nuestras vidas.

¡Todo sea para la gloria de Dios! ¡Gloria a Dios! ¡Gloria a su Espíritu Santo!

Gricelda Medina Maldonado.